Una vez tuve un sueño. De repente desperté y me di cuenta de que no era mío, sino que pertenecía a otros.

Miré al cielo desde la casa que fue de mi abuelo en un pequeño pueblo de Toledo, mi residencia de verano, y vi un montón de vencejos bailando sobre mí; iban y venían danzando. A la mañana siguiente, habían hecho en una de las naves de la casa un nido que permanecerá allí hasta mi posteridad.

Sentí la magia de formar parte de algo tan bonito como es la creación y me acordé de mi sueño, donde un manuscrito terminaba convirtiéndose en un bonito libro. Había cierto paralelismo: mi casa como refugio de los vencejos; mi casa como refugio de escritores. Ayudar a crear. Supe que tenía que volver a soñar, que me merecía la oportunidad de ser feliz haciendo lo que más me gusta, mi vocación: editar.

Vencejo Ediciones tenía que nacer.

En el camino fueron muchos los que me hicieron verlo, los que me dieron muestras de apoyo. A todos ellos: gracias. Ellos saben quiénes son. Prometo dejarme el alma —va de serie, no puedo evitarlo— para que Vencejo Ediciones no deje nunca de volar.